miércoles, 21 de octubre de 2009

Hay días en los que ya te levantas con el ánimo torcido, un mal sueño, haberte despertado mil veces durante la noche... En esos días ya sabes que el día o al menos gran parte de él será una catástrofe anímica.

No hablo de levatarse con el pie izquierdo y que se te caiga el café, se te rompa la taza y no haya agua caliente cuando te duchas, hablo de la necesidad de hablar con personas que no puedes, bien porque estén lejos, bien porque ellas no quieran hablar contigo; hablo de la necesidad de tener a alguien a quien dar un abrazo; hablo de días tristes desde el primer minuto en que eres consciente.

Pero el día sigue, y ves una entrada de alguien referida a tu mayor mal, ves la falta de respuestas a tu correo para decir que tal tú, algo que a pocos debe interesar, te enciendes un cigarro tras otro, se te van las ganas de hacer nada.

Llegará la tarde y las rutinas, harás lo de siempre, te costará menos sacar una sonrisa, pero la sacas, porque al fin y al cabo que culpa tiene el resto de tu día torcido.

Y es entonces, cuando quien sabe por qué, ese día empieza a ser menos triste, las sonrisas te salen, te las devuelven, te gusta, te gustas, y acaba el día con la certeza de que aunque estés lejos, allí donde estés habrá gente para levantarte en tus días tristes, aunque aún no las conozcas, aunque aún no lo puedan hacer.

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